La Reserva

21 Nov La Reserva

“El ciego sol, la sed y la fatiga, por la terrible estepa…”, hacían mella  en nuestro estómago vacío después de un viaje turístico por aquella zona, hasta entonces totalmente desconocida para nosotros. Y aunque la distancia al pueblo no era excesiva,  se nos hizo interminable dado el calor que hacía, a pesar de llevar el aire acondicionado de nuestro coche al máximo de potencia.

Habíamos salido de casa con el ánimo por las nubes y el día prometía ser pleno en el campo. M., que me acompañaba en esa aventura, miraba el reloj  que marcaba las dos de la tarde, hora en la que el mundo se detiene en esta tierra porque es la hora, casi sagrada, de comer. M. consultaba el mapa de carreteras que nos llevaría hasta ese pequeño pueblo y a esa casa  con encanto donde, según la recomendación de la que disponíamos, podríamos degustar la mejor cocina de la zona, acompañada de los mejores vinos que nos esperaban en el silencio oscuro de la pequeña bodega de la casa.

A medida que nuestro coche avanzaba por la carretera, la tierra se iba desnudando de vegetación y mostrando su piel más reseca despertándonos el deseo de esa cerveza helada que sin duda nos estaba esperando a la llegada a ese restaurante del pueblo.

Por fin, al lado derecho de la carretera, un indicador casi ilegible nos indicaba la dirección a tomar,  y a pocos metros del desvío, como si de una visión lunar se tratara, apareció ante nuestros ojos el pueblo, cuyo color pardo se mimetizaba con el resto del paisaje. En la plaza, dos mujeres hablaban animadamente, y al ver llegar un coche interrumpieron su conversación, curiosas por  ver quién se había arriesgado a visitar el pueblo a esas horas de la tarde. Paré junto a ellas y M. les preguntó por el restaurante.

-¿Tienen reserva?- preguntó una de ellas mientras asomaba la cabeza al interior del coche para descubrir al conductor, o sea, a mí, que víctima de mi habitual timidez, a pesar de estar acostumbrado a ser observado, esperaba la respuesta mirando hacia la torre de la iglesia como si estuviera vivamente interesado en su arquitectura y evitando de este modo ser descubierto y romper la tranquilidad de aquel pueblo poco acostumbrado a recibir visitas de “famosos”.

-No, no tenemos reserva. Suponemos que en un lugar tan “tranquilo” y en un día corriente como el de hoy no será necesario- contestó M., segura de encontrar el restaurante vacío.

En un impulso incontenible y una vez que me hubieron descubierto, las mujeres, con la amabilidad que caracteriza a la gente de pueblo,  se brindaron a acompañarnos a la casa rural, a lo que M. contestó agradecida que no era necesario, dadas las distancias mínimas de aquel pequeño pueblo. -Basta con que nos lo indique desde aquí-. Un hombre salió de su casa alertado de mi presencia por aquellas mujeres, y después de saludarnos amablemente, nos indicó, señalando con la mano, el lugar que buscábamos: -al final de esta calle- dijo, haciéndome saber con un apretón de manos lo orgulloso que se sentía de que yo visitara su pueblo. Arrancamos el coche en dirección a la casa mientras por el espejo retrovisor observé un pequeño grupo de personas  que se habían sumado en la plaza a las  dos mujeres.

Al oír el motor de un coche, un hombre salió de la casa a recibirnos suponiendo que se trataba de dos nuevos clientes que llegaban a su hotelito rural. O tal vez los únicos, a juzgar por el silencio reinante en el estrecho callejón donde estaba ubicado.

-Buenas tardes- dijo el hombre.

-Buenas tardes- contestamos al unísono M. y yo, tratando de hacer lo más breve posible el saludo, dado el hambre, la sed y la fatiga que debía denotar nuestro aspecto.

-Sentimos llegar un poco tarde, pero esperamos que a tiempo para comer, aunque lo más urgente en este momento sería una cerveza bien fría-  dijo M., esperando que el hombre nos invitara a entrar en el restaurante y, compadecido ante tal necesidad, nos designara una mesa y nos sirviera, a la mayor brevedad posible esa cerveza antes de ofrecernos la carta de la casa.

Pero el hombre, de pie en la puerta del hotel, nos miraba impasible como si no nos escuchara. Al fin habló:

-¿Tienen reserva?

-¿Cómo?- contestó M. sorprendida.

-Sí, claro- contestó el hombre. -En esta casa solo damos servicio de restaurante a los clientes del hotel, o con reserva a los que vienen de fuera, y hoy tengo comida para treinta personas. Si hubieran llamado para reservar…-

En un último intento para conseguir que nos atendiera, M. comentó: -¡Qué sitio tan bonito!- Entonces el hombre dijo: -Vengan, vengan, que voy a mostrarles el lugar donde servimos las comidas-.

Era un antiguo corral fuera de la casa, graciosamente habilitado como terraza, con suelo de gravilla y un espacio cubierto con un techo de cañizo para proteger las mesas del sol, con manteles blancos ordenadamente colocadas esperando a los comensales. Al fondo una barbacoa y un huerto con calabazas y plantas de tomates, lo que hacía de aquel corral un lugar verdaderamente atractivo.

M. me miraba convencida de que el hombre nos acoplaría en alguna de las mesas a la sombra de aquél techo de cañas donde, a pesar de la hora, no habían llegado todavía aquellos treinta comensales que esperaba ese día.

Mientras M. y yo admirábamos aquel lugar ponderando su originalidad, observé que el hombre me miraba como si yo le recordara a alguien. Por fin, se arriesgó a decir: -¿Eres José Luis Perales?- Le dije que sí y, acostumbrado a ese privilegio del que disfrutamos los famosos, pensé que como suele pasar  en cualquier lugar, de alguna manera aquél hombre buscaría un sitio para nosotros y no permitiría que nos fuéramos de su restaurante a esas horas sin comer. Me miraba fijamente como dudando de mi identidad y supongo que pensando si le estaría gastando una broma, mientras nosotros, a punto del desfallecimiento, esperábamos que por fin nos ofreciera una mesa donde sentarnos y reponer nuestras escasas fuerzas.

Por fin, saliendo de su ensimismamiento el hombre habló:

-Pero hombre José Luis- dijo dirigiéndose a mí. -¿Cómo no has llamado para reservar una mesa?- Y metiéndose la mano en el bolsillo  sacó unas tarjetas, promoción de la casita rural, con el teléfono y un plano de carreteras indicando cómo encontrarla. Y ante nuestra perplejidad me la dio diciendo: -Por si algún día queréis venir estaré encantado de atenderos, pero eso sí, solo con reserva-.

M. y yo nos miramos sin dar crédito a lo que escuchábamos. Nos despedimos del hombre, dándole las gracias por su “exquisita atención” prometiéndole volver. Pero eso sí, “con reserva”. Salimos del pueblo. Y bajo el ciego sol, la sed, la fatiga,  el hambre y la incredulidad, buscamos por la zona un lugar para el que no exigieran reserva.

Pero no sufráis más… Lo encontramos.

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