La magia de la música

07 Oct La magia de la música

Una tarde de primavera decidí abrir mis sentidos a ese mundo que despierta con los primeros rayos del sol y, acompañado por M. y nuestros nietos,  fui al parque de la ciudad con la intención de disfrutar del sol después de un invierno largo y duro como solo en New York había conocido en un viaje familiar en la Navidad de hace ya muchos años.

El parque Common de Boston era un hervidero de paseantes. Las inmensas praderas de hierba estaban tomadas por los niños jugando béisbol o haciendo carreras con sus bicicletas por los caminos que recorrían el parque. Las parejas de enamorados se fotografiaban junto a los arriates de tulipanes y rododendros, mientras unos jóvenes gimnastas ofrecían sus malabarismos más espectaculares y arriesgados, y las ardillas se acercaban a la gente con la seguridad de no ser agredidas. El lago central del parque era un pequeño mar, cuyas aguas, surcadas por embarcaciones pintadas de blanco, réplicas de cisnes gigantescos, se deslizaban suavemente por el agua movidas a pedales por un capitán musculoso y alegre ocupado en hacer placentero el paseo a sus pasajeros. En una pequeña isla, una pareja de cisnes blancos posados sobre su nido de hojas incubaban sus huevos, ajenos a los curiosos, protegiendo bajo sus alas su más preciado tesoro. En el parque flotaban todo tipo de sonidos con un aire festivo, mientras el sol, burlando la altura de los edificios que lo rodean, iluminaba el lago y acentuaba los colores de las praderas y los vestidos primaverales de los que paseaban sin prisa.

Y por encima de todos los sonidos, la voz de un joven, posiblemente uno de tantos estudiantes que cursan sus estudios de música en la Universidad de Berklee que, acompañado por su guitarra eléctrica, y situado bajo la sombra de uno de los árboles centenarios junto al lago, ponía su música a aquella imagen festiva de domingo a cambio de algunos dólares que, con cierta frecuencia, los paseantes depositaban en el interior de la funda de su guitarra.

La música lo llenaba todo a pesar de ser emitida desde un pequeño amplificador sobre el que reposaba una Coca-Cola light. El repertorio seleccionado por el músico lo definía: canciones que el tiempo ha convertido en clásicas y que con los años siguen despertando en nosotros momentos y emociones irrepetibles de décadas pasadas, aunque intuí que él sentía cierta debilidad por la música de Paul Simon y Art Garfunkel: “Bridge Over Troubled Water” “Mrs. Robinson”… El nivel de murmullos de la gente que ocupaba el parque, descendió en el momento de escuchar “The Sound of Silence”… Yo también sentí una emoción especial.

Mientras los niños jugaban cerca de nosotros, sentado en un banco pensé cómo sería el parque sin gritos de niños, ni graznar de patos, ni el ruido sordo de las ardillas al triturar las cortezas de los frutos secos que les lanzaba alguien tratando de atraerlas para inmortalizarlas en una fotografía. Y sobre todo, cómo sería el parque sin la música de aquel joven cantando canciones de Dylan, Beatles o Simon & Garfunkel. Por unos minutos, mientras contemplaba a la gente que paseaba frente al banco donde yo estaba, me tapé los oídos con las manos y llegó el silencio. Entonces, el parque se convirtió en un museo inanimado, sin vida, cuyas figuras, como sacadas de un museo de cera, pasaban frente a mí como maniquíes vestidos para una fiesta y perdidos en ese escaparate gigantesco que era el parque Common. Las embarcaciones se deslizaban por el lago en una deriva, aparentemente  sin gobierno, mientras sus pasajeros gesticulaban y reían sin sentido ni motivo alguno, como si se tratara de una película de cine mudo. Y sentí miedo. Entonces retiré las manos de mis oídos y todo tomó sentido de nuevo: Los gritos de los niños, el rumor del viento en las copas de los árboles, el graznido de los patos en el lago, el ruido de los aviones que, con cierta frecuencia, cruzan el cielo de Boston rozando las antenas de los edificios que bordean el parque, y sobre todo, la música. Volvió a sonar la música interpretada por aquél joven, sin la que, aquél día, solo por unos minutos, el parque no fue el mismo. Ni yo tampoco.

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