07 Sep Cuando llega Septiembre
Una vez incorporado a la cotidianidad de nuestra vida en Madrid, M. y yo salimos como cada mañana a caminar por una zona cercana a nuestra casa. El fin de la temporada veraniega ha vuelto a saturar las calles de coches. Los colegios se llenan de niños y las salas de los cines vuelven a llenarse de espectadores ansiosos por ver los últimos estrenos cinematográficos. En solo una semana, el paisaje de la ciudad ha cambiado y ha quedado atrás el silencio de las calles que, en este pasado agosto nos hacía sentirnos solos, como supongo debieron sentirse los astronautas cuando un día llegaron a la luna. Las tiendas cerradas a cal y canto mostrando el cartel “cerrado por vacaciones” y, ni siquiera los pájaros, que habitualmente cantan en sus árboles motivados por los diferentes sonidos de la ciudad, abrían el pico en ese mes si no era para aspirar un poco de oxígeno que les permitiera sobrevivir en tanto llegaba septiembre para tomarse un respiro. Durante nuestro paseo, en este caluroso mes que al fin se ha ido, a veces solo nos cruzábamos con cuatro o cinco personas: Un hombre de cierta edad a punto del infarto practicando ese deporte tan sano de correr desafiando las temperaturas que, a pesar de ser temprano, se dejaban ya sentir como preámbulo a los treinta y tantos grados centígrados que a lo largo del día acabaría marcando el termómetro. Otro, sentado en un banco del parque, bajo la sombra de un pino, hablando por teléfono mientras sus dos perritos Shih Tzu, yacían sobre el camino sin el menor síntoma de vida. Y dos chicas jóvenes paseando a sus Beagle completaban el número de seres humanos con los que nos cruzábamos a lo largo de nuestro paseo.
Y mientras la ciudad parecía haber sido atacada por una bomba antipersonas, en las costas las playas eran un collage de toallas, sombrillas, hamacas, neveras, chiringuitos, música, cuerpos desnudos impregnados de crema de zanahoria acelerando el bronceado, cuerpos tapados por respeto, turistas sedientos de sol y de cerveza, aviones sobrevolando el cielo anunciando conciertos de música, la marca de un nuevo coche o un producto revolucionario para adelgazar sin el más mínimo esfuerzo, vendedores de helados a pie de tumbonas, fabricantes de castillos de arena, verdaderos artistas ambulantes merecedores de un material menos perecedero con el que modelar sus obras, y niños, muchos niños llenando el aire con sus gritos mientras chapoteaban en el agua, tratando de meter en un pozo excavado con su pala de plástico toda el agua del mar, en un ir y venir incesante con su cubo, y sus padres jugaban con sus mini raquetas, tratando de impedir que la pelotita toque el suelo, mientras los paseantes la esquivaban tratando de evitar su impacto, con cara de pocos amigos.
Y mientras el mar mostraba la imagen de los veleros movidos por una brisa llegada desde lejos para besar la piel de los que soñaron todo el año con ese momento en el que olvidar los problemas, aplazando su solución hasta el regreso a casa, aquí en Madrid los árboles de los parques, esculturas ausentes de todo movimiento, se desplomaban al suelo, enfermos de asfixia o quizá de atención. Entretanto, todos los pueblos, en “ferragosto” que dirían los italianos, celebraban las fiestas de su Santo Patrón, haciéndolas coincidir con la llegada de los que un día dejaron su pueblo y que, en lugar de la playa, prefirieron el encuentro con sus paisanos, para continuar aquella partida de cartas que el verano anterior quedó en tablas. Y todos ellos, los que pasaron el verano en las playas, y los que prefirieron pasarlo en sus pueblos, dejaron este Madrid vacío. Vacío de coches, de tiendas y hasta de políticos.
Alguien asegura que el mejor lugar de veraneo es Madrid. Que es tranquilo como una balsa de aceite, que no hay atascos, ni colas en los cines, que de Madrid al cielo, y un agujerito para mirar y verlo. Y yo, que siempre he sido amante de la soledad y del silencio, hoy, después del regreso de los veraneantes, me siento más acompañado, y he llegado a la conclusión, tan manida, de que no es bueno que el hombre esté tan solo como Madrid lo está en cada mes de Agosto. No. Definitivamente hoy, primeros días de Septiembre, quiero dar mi más entusiasta bienvenida a los que han regresado con fuerzas renovadas para seguir afrontando la crisis, los ruidos de la calle, las motos que cruzan sin silenciador, el ruido ensordecedor del camión de la basura, al chatarrero, que rompe el silencio con su voz saturada emitida a voz en cuello por el altavoz de su camioneta “el chatarrero, el chatarrero, ha llegado el chatarrero”, y al sonido dulce y primitivo del instrumento del afilador, que me recuerda mi infancia y que lo afila todo en la misma puerta de tu casa.
¡Bienvenido Septiembre!
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