19 Mar Mas allá de las montañas azules
Cómo olvidar el momento en el que por primera vez salí de mi pueblo, crucé el río frontera de Castejón con el pueblo de al lado, y después las montañas azules que para los niños eran el fin del mundo, según nos habían dicho los mayores. Yo entonces tenía catorce años y había terminado la enseñanza primaria en la escuela. Mi padre, desde la guerra civil, no había recorrido una distancia tan larga como la que tuvo que recorrer a lomos de una motocicleta para ir hasta Cuenca y solicitar esa beca de estudios para mí con la esperanza de conseguirla. Después de aquella hazaña -sesenta kilómetros de ida y los mismos de vuelta-, la Movilette quedó aparcada por una buena temporada, sin esperanzas de sobrevivir a semejante esfuerzo.
Pasado un tiempo mis padres recibieron una carta del Ministerio de Educación solicitando mi presencia en Cuenca para el examen de ingreso en una Universidad Laboral, centros creados para universitarios de segunda -económicamente hablando-, y a los que tenían acceso los hijos de la clase trabajadora, y de ahí para algunos, la Universidad de los pobres.
Reconozco que las matemáticas no eran mi fuerte, y en aquel examen -¡cómo me gustaría recordar su nombre!- un compañero de pupitre viéndome tan apurado me echó una mano, y aquella pregunta de matemáticas que me sonaba a chino, la copié de su examen con puntos y comas, mientras mi sangre fluía a mi cabeza y mi corazón se aceleraba a mil latidos por segundo. Aquella respuesta me regaló el aprobado del que dependería en gran medida mi futuro. ¡Cómo me gustaría hoy recordar su nombre! Gracias a aquél compañero de pupitre conocí por primera vez un tren.
Y después de mi flamante aprobado mis padres recibieron una carta con membrete del Ministerio de Educación de Cuenca: Tenemos el placer de comunicarles que su hijo, José Luis Perales Morillas, ha sido aprobado en el examen de ingreso en la Universidad Laboral de Sevilla, para lo cual se presentará en la estación de ferrocarril de esta ciudad de Cuenca el diecisiete de Octubre próximo, donde, junto a cinco alumnos más residentes en esta ciudad, tomarán el tren correo procedente de Valencia con destino Madrid a las diez de la mañana. Deberán hacer transbordo en Aranjuez al tren correo de Andalucía procedente de Madrid donde se incorporarán al grupo de alumnos de otras provincias y seguir viaje con destino final en Sevilla. Tanto durante el viaje, como en la llegada y recogida para su transporte hasta la Universidad Laboral, los alumnos, en todo momento, estarán acompañados por los educadores correspondientes del centro.
Con respecto al equipaje del que deberá disponer, sólo será necesario el mínimo para uno o dos días, ya que el centro le proporcionará todo lo necesario, a saber: camisas, camisetas, calzoncillos, pañuelos, ropa de diario, ropa de domingos, zapatos, ropa de deportes, útiles de aseo, albornoz, chándal, material escolar, etc.
Esa mañana de Octubre, mientras mi madre leía aquella carta yo veía la emoción en su cara y pensaba cómo sería ese colegio al que debía ir sólo en unos días. Mi padre estaba trabajando y mi madre me mandó a buscarlo para darle la buena noticia. Recuerdo los ojos aguados de mi padre y su silencio mientras yo le informaba sobre la carta que acabábamos de recibir. Él, para evitar seguir emocionándose, bromeó con que su viaje a Cuenca para hacer aquella solicitud a lomos de la motocicleta no había sido en balde. Con un abrazo tímido pero lleno de cariño me dijo: Me alegro hijo. Luego siguió con su trabajo en el huerto y yo me fui a casa mientras mi madre leía y volvía a releer aquella carta temiendo que se tratara de una broma. Pero no, no era una broma. Era hora de pensar en ese viaje y, como no exigían demasiado equipaje -lo que era un verdadero alivio dada la economía familiar-, pronto estuvo preparado. Sólo tuvo que comprarme una maleta pequeña de cartón, suficientemente barata para aguantar aquel viaje, ya que según decía aquella carta todo estaba resuelto una vez allí. Los días anteriores a mi partida no conseguí dormir. Por un lado, sentía el privilegio -idea contagiada por mis padres y mis hermanas- de la oportunidad que se me ofrecía, y por otro lado no me resultaría fácil despedirme de todo lo que suponía mi entorno más querido. Aunque también, ¿por qué no decirlo?, no toda mi infancia había estado sembrada de momentos felices en Castejón, y la idea de marcharme despertaba en mí un claro sentimiento de liberación, de respirar otro aire y descubrir un mundo diferente. Este último acabó pesando más que la posible añoranza que en algunos momentos también llegaría.
Y llegó el día. En la plaza de la iglesia, y a punto de subir en el coche de línea camino de Cuenca, recuerdo el abrazo de mis padres. -Adiós hijo- me dijo mi madre, -pórtate bien en el colegio y estudia mucho, que ya ves lo que hay aquí en el pueblo. Ya verás como pasa pronto el tiempo; total hasta Navidad sólo quedan dos meses-. -Adiós hijo- me dijo mi padre mientras me abrazaba más fuerte que de costumbre, y como yo nunca había visto en él, dado su reparo a exteriorizar sus emociones. Pero no pudo disimular una lágrima, ni siquiera improvisando aquel chiste malo, mil veces contado a mis hermanas y a mí cuando éramos niños antes de dormir. Me despedí de ellos sabiendo que al otro lado de las montañas azules me esperaba lo mejor que pueden desear unos padres para sus hijos. El coche de línea bajó la carretera empinada mientras los árboles lloraban con sus hojas la llegada del otoño.
Mis hermanas me recibieron en Cuenca, donde estudiaban, y me acompañaron a la estación del ferrocarril. Allí me encontré con los alumnos de Cuenca que serían por muchos años mis compañeros de colegio. En la cantina tomamos un café hasta que llegó el tren. Era lento. Muy lento. Como si estuviera cansado de tantos viajes. Y sin embargo, su silbido sonó potente y agudo cuando anunció su entrada en el andén alertando a la gente que, confiada, cruzaba las vías sin temor a ser atropellada por semejante trenecillo, cuya chimenea había tiznado de negro durante años las paredes de las casas cercanas a la estación, en cuyas ventanas la ropa tendida bailaba con música de aire diciendo adiós a ese tren como cada día.
Después de despedirme de mis hermanas subí al tren acompañado por mis compañeros, cada uno de nosotros con la emoción de la despedida dibujada en el rostro. El tren se puso en marcha, y el humo de su chimenea envolvió en una nube blanca los brazos de los que se quedaban en el andén diciéndonos adiós como si nos fuéramos a la guerra. Ya en el vagón, nos presentamos mientras colocábamos nuestras maletas y compartíamos dos asientos de madera enfrentados. Creo recordar que éramos seis.
– Bueno, yo me llamo Rafa- dijo uno, delgado como un palillo.
-Yo Celso- dijo otro con cara de listo.
-Yo me llamo Ángel- se presentó otro, más alto que ninguno.
-Yo José Luis- dije, con un acento de chico de pueblo, que es lo que era, y cuya curiosidad por todo denotaba que nunca había visto un tren.
Y así nos fuimos presentando todos…
-Debieron sospechar que yo no era de la ciudad, ya que nunca me habían visto, pues Cuenca era un sitio en el que todos se conocían.
Enseguida surgió la pregunta:
– ¿De dónde eres?
-De Castejón- dije yo.
-¿De dónde?- Claramente no tenían ni idea de la existencia de mi pueblo.
El tren paraba en cada pueblecillo por donde pasaba. Yo miraba continuamente el paisaje a través de la ventanilla y contaba, hasta equivocarme, los postes del tendido eléctrico siguiendo el trazado de las vías. Mis compañeros de viaje hablaban de su ciudad, de su barrio y de su colegio, de sus excursiones a la serranía y de todo lo que tenían en común, de su equipo de fútbol y de las fiestas de San Mateo cuando corrían la vaquilla por la Plaza Mayor… Por primera vez fui consciente de la marginación a la que, involuntariamente, éramos sometidos los chicos de pueblo. Mi punto de conexión con ellos era casi nulo, lo que no me facilitaba participar activamente en su conversación. Sin embargo disfrutaba de la contemplación del paisaje mientras pensaba cómo sería esa Universidad Laboral.
Pasaron unas horas, y pasaron muchos pueblos, muchos postes de tendido eléctrico y muchos campos, hasta que el revisor dijo en voz alta mientras recorría cada uno de los vagones del tren: Señores pasajeros, próxima estación: Aranjuez. El tren, con un suspiro profundo paró en el andén. Descendimos con nuestro equipaje esperando que alguien hubiera venido a buscarnos. Un cura con sotana portaba un cartel con nuestros nombres y se acercó a nosotros, maleta en mano.
-¿Sois los de Cuenca?- dijo. Éramos inconfundibles.
-Sí, bueno -señalándome a mí-, éste es de un pueblo que se llama… ¿Cómo se llama?-.
-Castejón- contesté yo. Pero el cura no demostró el más mínimo interés por mi pueblo.
-Vamos chicos -dijo-, ¿lleváis todo vuestro equipaje?, entonces seguidme, en pocos minutos llegará el tren correo de Andalucía al que debemos subir. Ahí vendrán los chicos que han embarcado en Madrid y nosotros iremos con ellos-.
El cura caminaba rápido y los de Cuenca, como polluelos detrás de la gallina, le seguimos hasta la cantina de la estación, donde nos invitó a un café con leche y una torta de azúcar. Nunca había yo tomado una torta de azúcar como aquella. Pocos minutos después hizo su aparición en el andén el tren correo de Andalucía. Llegaba igual de cansado que el tren que nos había traído desde Cuenca, igual de duros sus asientos de madera e igual de viejo, cargado de alumnos con destino Sevilla.
El paisaje, a través de las ventanillas era negro, muy negro, sólo algunas luces flotando en un espacio sin referencia alguna cruzaban delante de mis ojos y el sonido metálico y monótono de las ruedas del tren golpeando sobre las juntas de los raíles. Todo el trayecto entre Aranjuez y Sevilla, que debió durar unas diez horas, lo hicimos de noche. Después de esa oscuridad casi eterna en aquel tren empezó a amanecer y en unos minutos se hizo una luz cegadora y mágica. La voz del revisor sonó por el pasillo de aquél vagón lleno de chicos soñolientos: Señores pasajeros, final de trayecto, próxima estación: Sevilla. Una luz lechosa y clara iluminaba la ciudad de construcciones de blanco y albero. –Aquella torre es la Giralda- dijo uno de los más listillos, señalando la torre que destacaba sobre todas las construcciones de la ciudad. El tren entró lentamente en la estación silbando a gritos avisando de su llegada. Luego se detuvo con un suspiro de cansancio infinito. Los cientos de muchachos descendimos. Nuestros rostros tenían la expresión de quien hubiera llegado a la luna. Una caravana de autobuses rojos con el rótulo Universidad Laboral nos esperaba en la estación. Un regimiento de curas con sotana, salesianos, vino a recibirnos para conducirnos a ese paraíso que yo, un chico de pueblo, uno de los pocos que consiguió cruzar las montañas azules, frontera de Castejón con el resto del mundo, nunca me hubiera atrevido a soñar. Yo, hijo de una familia campesina cuyo padre, aprendiz de todo y maestro en nada, deseaba para mí una vida mejor que la que el destino le había deparado a él.
La caravana de autobuses salió de la estación, cruzó las calles de adoquines y los paseos bordeados de palmeras y naranjos. Yo miraba a través de la ventanilla y recordaba a mis padres y la imagen de mis hermanas diciéndome adiós hasta perderlas entra la humareda del tren que borró nuestra última despedida en la pequeña estación de Cuenca. Los echaba de menos a pesar de las pocas horas de haberlos dejado. Ya, fuera de la ciudad, una autopista bordeada de adelfas en flor llegaba hasta el control de la entrada. Un cartel indicaba el nombre del centro “Universidad Laboral”, y marcaba el principio de aquellas construcciones que estaba a punto de descubrir. Una torre estrecha y alta de ladrillo rojo al fondo de la autopista de entrada destacaba por encima de un bosque de arizónicas. Atrás, a más de quinientos kilómetros de distancia, quedaba mi infancia, mi pueblo y mis pocos amigos, el olor de las higueras, el zumbido de las abejas al volar extrayendo el polen del romero y el espliego, el vuelo rasante de los vencejos en la plaza de la iglesia, el silencio de las calles del pueblo durante la siesta en verano, y los ojos húmedos de mis padres en la despedida, cuya imagen en la distancia, desde el autobús, se fue haciendo cada vez más pequeña. En ese control de entrada, recordándolos, derramé mi primera lágrima de ausencia mientras comenzaba para mí una nueva vida.
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