El silencio de los juguetes

12 Dic El silencio de los juguetes

Hace ya tres meses que en nuestro jardín hay un silencio extraño. Las bicicletas de los niños siguen aparcadas, dispuestas a volver a correr por los caminos de pizarra cuando regresen sus jinetes. La casa de muñecas con todos sus enseres, cacharros de plástico, juegos de café con sus tazas azules, amarillas y verdes y sus cubiertos ordenados sobre la pequeña mesa con sus correspondientes taburetes para los clientes que, a modo de bar, hace tiempo no se asoman al pequeño mostrador donde una camarera rubia y dicharachera servía café. ¿Solo?, ¿Cortado?  ¿Con leche? ¿Cómo lo desea el señor? Mientras, un pequeño rubio de sonrisa pícara robaba las naranjas de la china de un macetón cuajado de esas frutillas maduras y amargas que nunca entendí le gustaran tanto, o me tomaba de la mano obligándome a visitar al búho de plástico que presidía un lugar desde donde ser visto por las palomas. -Ven “balelo”, ven “balelo”- decía en un incipiente lenguaje de poco más de un año, mientras me arrastraba de la mano sin la más mínima opción a negarme hasta llegar a donde estaba el pájaro, obligándome a levantarlo y cambiarlo de posición para despistar a las palomas haciéndolas creer que estaba vivo.

Junto a la pequeña casita de plástico naranja con capacidad para dos ocupantes de tamaño minúsculo, un piano que, como el arpa del poema de Bécquer, permanece silencioso y cubierto de polvo, cuyas pilas, hoy gastadas, recuerdan que en otro tiempo funcionó  y en el que, alguna vez, y a petición de mi pequeño público,  interpreté la canción “Por qué te vas” sentado a duras penas sobre el taburete de plástico azul sin la más mínima estabilidad, dado el minidiámetro del asiento.

Un ejército de muñecas y animales de cualquier especie se amontonan en la casita mientras su dueña hace ya tres meses que se ausentó junto a sus padres y su hermano para instalarse al otro lado del Atlántico. El triciclo,  el bólido accionado a pilas y las bicicletas,  permanecen en la línea de salida esperando que algún día vuelvan sus dueños, hinchen de aire sus ruedas, hoy casi vacías, y den la orden para emprender una nueva carrera corta por el jardín.

Hace unos días, cansados de no escuchar sus gritos por la casa, ni sus palabras nuevas recién aprendidas en la guardería, ni sentir el abrazo más tierno, o leerles un cuento mil veces repetido, Manuela y yo decidimos que verlos y abrazarlos  era nuestro mayor deseo.

Después de unas cuantas horas de vuelo aterrizamos en Boston, cuando ya era noche cerrada y suponíamos  que los niños estarían durmiendo. Tras los trámites en la aduana y la recogida de nuestro equipaje, salimos a la sala de llegadas repleta de gente y carteles con los nombres de algunos viajeros a los que venían a buscar.  Destacando entre todos por su color amarillo, uno que, a modo de pequeña pancarta, sostenían dos niños que nos daban la bienvenida. Eran nuestros nietos, acompañados por sus padres. Al vernos, corrieron hasta nosotros y nos abrazaron con una ternura infinita, difícil de describir, mientras nos mostraban orgullosos su cartel. -La he pintado yo- aclaró Manuela mientras tomaba de la mano a su abuela. Guillermo, tiraba de mí sin darme opción a resistirme mientras repetía una y otra vez “Hi, abuelo”, como queriéndome demostrar sus avances en la pronunciación de las palabras adquiridas en su nueva guardería mientras se encaramaba sobre mi maleta, su vehículo favorito, para ser transportado hasta el coche. A pesar de la hora, un poco tarde para ellos, quisieron acompañarnos al hotel con el fin de abrir nuestras maletas y buscar los regalos que estaban seguros les habíamos llevado. Una vez conseguido su pequeño botín, se fueron a dormir.

El siguiente día empezaría nuestra aventura en compañía de los pequeños, aprovechando cada minuto de ese tiempo que suponía el regalo más preciado para nosotros. Sólo una semana, tan breve como intensa en la que, una vez más, disfrutamos el privilegio de ser abuelos.

Hace unas horas que hemos vuelto a casa. En el jardín, en perfecta formación, los juguetes siguen esperando el regreso y las órdenes  de estos pequeños que disfrutan el privilegio que más se puede desear para la infancia de un niño: ser felices.

Esta Navidad la pasaremos sin su compañía, pero nuestros particulares Reyes Magos, esta vez nos han adelantado su regalo, el más hermoso que pudiéramos desear, y entender que la Navidad como el Amor, no entiende de fechas ni de distancias.

Desde el otro lado del mar, para Manuela, Guillermo y todos los niños y abuelos del mundo,

¡Feliz Navidad!